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Jacobo en su cuarto en el AETCR. Al fondo, una réplica de la pintura “Reflejos Imposibles” de Escher. Foto por: Julián Caro.

Mientras exista la injusticia

Perfil a Jacobo, un contendiente de las extintas Farc-Ep

Por: David Cano, Julián Caro y Melany Peláez

Jacobo lleva “cinco años de año sabático”. Durante ese tiempo se ha capacitado en masajes, yoga y alimentación sana porque, a pesar de haber empuñado las armas mucho tiempo, dice ser un amante de la vida. Así, también se prepara para montar un spa con los ocho millones que le corresponden a cada firmante para sus proyectos productivos. Por ahora, la asignación única de dos millones que da el gobierno para la reincorporación la gastó en un computador y un concierto de rock en Manizales, porque sus ideologías atraviesan lo político y terminan en “pasar bueno”. 

—No es ningún sacrificio. No hago ningún sacrificio. Estoy cumpliendo mi deber de obrero, de dirigente obrero. Lo que usted llama sacrificio es mi razón de ser. No podría actuar de otra manera sin sentir repugnancia de mí mismo.

—Pero ¿por qué?

—Desde el momento en que me convencí de la verdad de las ideas que defiendo, sería un miserable si no me dedicara a propagarlas, a luchar por su victoria. Me sería imposible vivir en paz conmigo mismo. Ni la cárcel, ni las torturas, pueden hacerme renunciar a mis ideas. Sería como renunciar a mi propia dignidad de hombre. Yo lucho para transformar la vida de millones de brasileños que pasan hambre y viven en la miseria. Y esa causa es tan hermosa, señor juez, tan noble, que por ella un hombre puede soportar la prisión más dura, las torturas más violentas.

Estas palabras de Jorge Amado en una de las novelas que componen su trilogía Los subterráneos de la libertad definen a Jacobo. Ni siquiera su paso por la cárcel o no haber vencido al enemigo entristecen o avergüenzan sus recuerdos. “No, nunca me arrepentí de ingresar a las Farc, ni ahora tampoco”, incluso “si tuviera 10 años menos” volvería a las armas porque cuando no hay otra forma de conseguir los cambios, “la guerra toca hacerla” o algo así recuerda que decía Manuel Marulanda. Jacobo se la pasa citando frases, libros y canciones para convencerse de sus ideas, sí, convencerse sobre todo a sí mismo y no tanto a quien lo escucha. 

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En medio de una selva devorada por la niebla, las botas amarillas de Jacobo guían la visita por la vereda Llano Grande Chimiadó en el municipio de Dabeiba, a 185 kilómetros de Medellín. Algunos tienen la esperanza de que el lugar dentro de poco sea reconocido como el corregimiento La Nueva Habana, un nombre inspirado en el Acuerdo de Paz que firmó Colombia en 2016. Por ahora, solo será el Antiguo Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (AETCR) Jacobo Arango. Allí, otro Jacobo, este Jacobo sin apellido, de pelo largo y crespo que se debate entre ser negro o blanco, intenta construir su futuro y el del resto de la sociedad a través de proyectos productivos.

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“Travesías por la Paz” es una iniciativa de ecoturismo para que el hombre y la mujer se reencuentren con la naturaleza. Jacobo vio en ella, como en casi todo, la oportunidad de que la conciencia ecológica se dé “como una forma de resistencia contra el imperio multinacional”. Aunque ama la libertad que le brinda el campo y es la única razón por la que está allí, el campo no tiene nada que ver con su vida en la guerrilla. Prestó servicio a la organización en un frente Urbano como “guerrillero profesional” o de “tiempo completo”, explica, y su tarea era hacer inteligencia y poner explosivos en la ciudad con ayuda de milicianos.

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En 1998, junto con otros siete compañeros, detonó en la Cuarta Brigada de Medellín un carro bomba que mató a un agente de policía y a un soldado bachiller que prestaba guardia. Había un “sapo”, era sábado y el ejército ya sabía quiénes eran, los soldados “haciéndose los locos” insistieron en requisarlos. Cuando les encontraron la propaganda política que estaban usando durante una exploración por la comuna nororiental, fueron capturados y torturados. Jacobo se muestra reacio a contarnos la historia y pretendía que lo imagináramos como un personaje más de la película La Noche de los Lápices, pero se dio cuenta de que ese episodio había avivado el fuego de su lucha y era importante que supiéramos el porqué. Fue un fin de semana entero con las manos atadas y los ojos vendados, recibiendo golpes, insultos y amenazas. Se dedicó a escuchar los disparos cerca de la oreja, evitó mover la cabeza para no recibir “culatazos” y cuando le metieron una granada en la boca y le pidieron que rezara, simplemente recordó que era ateo y no sabía cómo hacerlo. Aunque es un hombre inteligente y vive alerta, no pudo evitar sentirse traicionado cuando vio a  sus compañeros comer hamburguesa porque supuestamente ya habían colaborado, eso es algo que él no haría y que, de hecho, según dice, nunca hizo. Solo la mitad del grupo se mantuvo firme hasta el final y así comprendió que la peor tortura es la fractura de la unidad porque como dice él que dice el ELN: "La unidad es un gran Parte de Victoria" Y esa es ahora su forma de defensa.

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Jacobo aspira convertirse en el “hombre nuevo” del que hablaba el Ché Guevara. Foto: Julián Caro.

Cuando entró a Bellavista en 2002 no era uno más, era respetado porque todos sabían que las peleas con las Farc “eran muy duras” y en efecto lo fueron cuando se resistió a seguir ciertas reglas o pagar vacunas. De ahí en adelante, cada una de las cárceles en las que estuvo Jacobo tenía una dinámica diferente, pero todas eran un reflejo degradado o más crudo de la sociedad. Siempre había alguna parte bajo el control del ELN, las Farc ostentaba el mando en otras y los extraditables y las autodefensas también tenían su territorio; según Jacobo, estos dos últimos combatían por unos intereses económicos, por mantener un estilo de vida, pero los guerrilleros luchaban por sus ideales y “estaban más dispuestos a arriesgar la vida que ellos”. Los grupos se hermanaban si alguna problemática los afectaba a todos, como el Plan Colombia, que, en palabras de Jacobo, era un modelo gringo que obligaba a los presos a raparse la cabeza y afeitarse la barba para que no salieran disfrazados de mujer, pero más allá de eso había un interés por la anulación del individuo. Jacobo se documentó y vio que el derecho al libre desarrollo de la personalidad ya lo habían adquirido gays, indígenas y afros en la cárcel. ¿Por qué no podía exigir él si el cabello largo y la barba eran características de los revolucionarios? Entonces interpuso una acción de tutela y aunque antes nos había dicho que “no espera clemencia de los jueces” fue gracias a uno que se ganó el derecho a ser quien era. 


La Organización no se contactó con él sino hasta después de seis años de entrar a la cárcel. Entre tanto, solo recibía razón de familia y amigos cercanos. Recuerda con ternura y risa nerviosa una carta que le escribió un vecino, en ella decía que se sentía culpable porque su pertenencia a la Unión Patriótica (UP) influyera en su ingreso a la lucha armada y por ende a la cárcel; él le respondió que no había de qué preocuparse, pues eso solo fue una parte, el resto de ganas las aportaron la familia, el colegio, la universidad, el trabajo y la vida misma. Desde el anonimato muchos lo motivaron a seguir creyendo. No  todos los ídolos de Jacobo son reconocidos porque no se trata de “cargar banderas, sino de seguir ejemplos”. Como con “Pedro, Pedrito el necio”, así llamó al hombre que lo recibió en la cárcel y con el que formó una fuerte amistad a pesar de sus diferencias por uno ser guerrillero del campo y el otro de ciudad. “Muchas veces, si él no tenía visita, la visita mía la compartía con él”, pero cuando este tuvo la oportunidad de salir, se fue para el monte y en una tarea fue dado de baja, “lo bonito fue que la mamá y la hermana, luego de la muerte de él, me siguieron visitando en la cárcel y hasta la fecha siguen esos lazos de hermandad”. En Cómbita conoció a otro camarada que estuvo en La Tramacúa y ahora escribe para un periódico en España, él le contó que alcanzó a leer 120 libros al año y eso marcó una nueva etapa para los “18 años, 9 meses y unos días” que Jacobo pasó en la cárcel. Solo alcanzó 80 libros en un año, se obsesionó con la pintura, el ejercicio físico y el estudio de las matemáticas, como cuando estudiaba física pura en la Universidad de Antioquia. Todas las actividades con las que acompañó su encierro estuvieron permeadas por los comportamientos propios de una organización militar, “como si estuviera en un frente guerrillero” hacía análisis de noticias y se turnaba con sus compañeros para descansar y hacer diferentes tareas de guardia, porque en la vida de Jacobo siempre hay que estar atento al enemigo.

 

Todavía considera su estancia en la cárcel como un secuestro realizado por el Estado Colombiano, pero a diferencia de los secuestros que hacía las Farc, él podía salir tres días y luego regresar. Siempre tenía que “pagar calabozo” porque se demoraba más de lo permitido en volver y además llegaba borracho o, por lo menos, con "tufo" después de haber “pasado bueno” con los muchachos en Medellín. Jacobo se crio en Manrique. En su casa, como en muchas otras que colorean las montañas de la ciudad, tenía un  árbol frutal en el solar donde “miqueaba de un lado pa’l otro”. Aunque no era el mejor en la escuela, se “defendía”, hacía las tareas y se dedicaba a vender cigarrillos y globos afuera de los teatros o el estadio. No lo hacía por necesidad, sino para gastar con sus amigos, jugar maquinitas y “pasar bueno”. En ese entonces Manrique Oriental era una zona de invasión, “con compañeros salía por ahí a andar, a hacer convites” y así comenzó a sentir una suerte de apego porque la mayoría eran campesinos, “tenían como un calorcito lo más de rico, un calorcito que viene como del corazón”. En los 80 empezó a interesarse por la música que unos parceros trajeron de Estados Unidos, “las letras rebeldes” volvieron el rock y el metal parte de su personalidad en contra del imperio y la religión. En esa misma época comenzó a hacer acampadas con sus amigos y cree que desde ahí se “estaba preparando para el monte”. Entró a la Universidad y cuando su novia quedó embarazada, él intentó trabajar y estudiar para mantenerlos, se dio cuenta de que no podía y eso le pareció una gran injusticia. Se enlistó en las Farc por su hijo, pero ahora lucha por el resto de la sociedad. Aunque dice que la relación con su hijo es buena, reconoce que perdió “la oportunidad de estar con él, de formarlo, o deformarlo mejor dicho [...] porque lo hubiera vuelto más revolucionario”.

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Jacobo en el Parque de la Resistencia en Medellín. Foto: Daniela Fernanda Portilla 

De pequeño, en su casa le dieron mucha libertad, no solo para callejear, sino también para pensar. Sin saberlo, esa libertad consistía en criarlo para la revolución. Su mamá era hija de una “chusmera”, como se les conocía también a los liberales; su papá estudió en el Liceo Antioqueño y en la Universidad de Antioquia, y ambos fueron sindicalistas. Martha, una de las tres hermanas de Jacobo nos contó que uno de sus primeros recuerdos era “asistir todos los años al Primero de Mayo y escuchar música y recibir toda esa formación desde la izquierda, desde la educación popular. [...] Mi hermana cuando llegó a la Universidad ya sabía qué era una asamblea porque en mi casa ya se hacían asambleas para todo: cuando había problemas o para repartir los quehaceres de la casa. Ninguno se sorprendió cuando el Grillo [refiriéndose a Jacobo] cayó preso, ya todos sabíamos que él andaba por ese camino”. Su papá le dijo que “estaba haciendo lo que él no pudo” porque desde muy corta edad perdió la vista, tal vez eso explique la catarata que marca la mirada orgullosa y nostálgica que pone Jacobo al recordar esas herencias.

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Mientras hablamos, sus dedos rascan la cara del “Guerrillero Heroíco'' que tiene puesta en la muñeca entreteniendo la ansiedad de ser el protagonista de algo. Sus ídolos siempre están con él. En las paredes de su cuarto en el AETCR hay más retratos del Ché, también están por ahí los rostros de Manuel Marulanda, alias Tirofijo;  Jorge Briceño, alias Mono Jojoy, y hasta del mismísimo Antonio Nariño en un emblema listo para ser bordado.  Tiene una miniescultura de un guerrillero en postura de tiro con la rodilla en tierra, pero sin apuntar, con uniforme, equipaje y fusil. Dice, reflexivo: “Ese guerrillero pudo haber sido cualquiera de nosotros”. La idea es que la escultura, como muchas otras cosas de su cuarto involuntariamente maximalista, sea utilizada para el Centro de Memoria Histórica de Llano Grande. El techo de su módulo está forrado en una tela militar, como si fuera un cambuche, y el suelo tiene los restos de un pentagrama invertido que hizo “pa’ poner a hablar a la gente, pa que vean el pelo y digan: ‘este es satánico'''.  Entre una pequeña nevera oxidada y una lavadora está el lavaplatos donde cuelgan más de veinte botellas vacías de diferentes licores y que él ha nombrado como “el muro de las lamentaciones”. Su casa está dividida por placas de fibrocemento con pinturas alusivas a sus causas de lucha, tiene una dedicada a la Primera Línea, otra que llama “el muro feminista” con carteles de “vivas nos queremos” y “ni una menos”.  Adentro hay afiches y réplicas de pinturas que él mismo hace con vinilo y carboncillo, en los exteriores de la casa están los rostros de mujeres palenqueras y wayuu; y, claro, otro muro más dedicado al Ché y al partido comunista.

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El Centro de Memoria Histórica en el que estará esta escultura todavía no funciona porque fue construido de afán, solo por gastar el dinero.

Foto: Julián Caro. 

En una ocasión el expresidente Iván Duque visitó el AETCR para mostrarle al país que se acordaba de los firmantes de paz y prometió hacer algo con las casas en las que han vivido cerca de cinco años, pero si antes decían que eran de cartón, ahora son solo de papel, una mera promesa. Ese día Jacobo se escondió junto al Ché y su perro Corozo “para no escuchar”, de hecho tenía  “ganas de colocar una pancarta y denunciar lo que pasa allá, pero sabía que los medios lo iban a ocultar, era una lucha en vano”, porque mientras él se exponía, el resto le “daba toda esa parafernalia, por ignorancia o por intereses propios”, pues, dice, algunos liderazgos se han convertido en “acomodamientos”. 

 

Jacobo carga con un recelo por el enemigo y puede que allá y para la sociedad entera, él sea un enemigo, no uno peligroso, pero sí uno que cuestiona y contradice, que alza la voz y lo hace porque en la paz todavía hay injusticia. Y mientras exista la injusticia, existirá Jacobo. De lo contrario, ni siquiera quedaría Héctor Iván Piedrahíta Londoño, como figura en el registro civil. 

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